martes, 30 de abril de 2013

El juicio (César Blanco Castro)



Sus ojos miraron a toda la gente que había a su alrededor. Eran marrón averdados o verde amarronados, según se mirara, eran bonitos. Movió la nariz igual que la protagonista de Embrujada, solía hacerlo sin darse cuenta cuando estaba nerviosa. Carraspeó un par de veces y cuando se sintió segura continuó…


—Señoría, no han sido dos, ni tres, ni cuatro las veces que me ha realizado tocamientos. Han sido más de diez. Siempre en esta habitación, siempre cuando me quedaba sola. La última vez fue allí —señaló hacia su izquierda—, cerca de la cama.

Las doce personas que había dirigieron la mirada hacia la cama que se encontraba junto a la ventana.

Con un gesto de sus manos el anciano juez indicó a un cámara que grabase esa zona.

—¿Sabe si –preguntó el fiscal— le ha ocurrido a alguien más. Si alguna compañera, o compañero, ha sido tocada, agredido?

—Sí –contestó María sin pensárselo—. Merche y Gael.

Señaló con la cabeza a las dos compañeras que se encontraban fuera de la habitación y que movieron las suyas afirmativamente.

—¿Dónde está –preguntó el juez sentándose en un butacón cercano a la cama—, dónde está el chico este?, James o John…

—Steve –interrumpió el fiscal.

—Sí, Steve. El que hace ese programa en la tele. ¿Dónde está?

—Está fuera, señoría –contestó Carl, el alguacil.

—Pues llámele y que pase. Que voy a preguntar al acusado y él tiene que estar. Al fin y al cabo es el experto que ha presentado…

Miró al fiscal y al abogado defensor y fue este último quien levantó la mano. Ambos se miraron reflejándose en su cara una mezcla de aburrimiento, hastío y pesadumbre.

—Señorita María –continuó el juez—. Siéntese ahí, junto a la puerta.

Ella lo hizo. Se sintió segura por primera vez en esa habitación. Hoy no se atrevería a tocarla. A su derecha estaban el alguacil y el fiscal. Hoy el general Walter S. Lingham no acariciaría su pelo, ni pellizcaría su culo, ni la asustaría.

—Señoría –gritó el alguacil—. Ya está aquí Steve B. Rain.

—¡Qué pase! —respondió el anciano juez.

Steve entró sonriente. Era un sonrisa falsa, pero la felicidad que sentía por estar ahí era muy real.

—Bien, señor Steve –dijo el juez—. Vamos a interrogar al acusado, prepárese.

Steve abrió una mochila con el logo de su programa y sacó una pequeña caja lila con un par de pequeños altavoces y diodos led en su frontal que se iluminaron al encenderla.

El juez se puso serio, miró al frente y comenzó a hablar.

—General Walter Samuel Lingham. Nos encontramos en esta habitación en la que reside para juzgarle por el acoso realizado a la empleada María Barragán López. ¿Entiende el motivo por el que se le acusa?

De la caja lila salieron una serie de ruidos. Todos en la habitación se sorprendieron.

El juez miraba aquel chisme sonriendo como un niño.

Blake, el abogado defensor, se secó el sudor.

—Quizá –pensó—, este caso no es tan ridículo como creía.

Edward, el fiscal, se mordió el labio. Cinco meses atrás, cuando se presentó María en su despacho, llorando y suplicando que la ayudase a poner una denuncia contra un general estuvo por decirla que no. Aquel año había estado en diez juicios por acoso y los diez los perdió porque se demostró que habían sido falsas las acusaciones, pero algo en el rostro de María le decía que ella no mentía. Esa opinión cambió cuando supo que el acosador era el general Walter S. Lingham, no tardó ni medio segundo en ordenarla salir del despacho. No levantó la voz, no se alteró, simplemente se levantó, la abrió la puerta y la dijo que no tenía tiempo para esas cosas.

María se secó los ojos y salió del despacho demostrando mucha entereza. Edward se asomó a la ventana para observar el estanque que había frente al edificio y tratar de relajarse pero no pudo, María se había sentado en un banco junto al estanque y estaba llorando, más desconsoladamente que antes.

Así que Edward bajó, se sentó junto a ella y la preguntó:

—¿Está segura?

Ella asintió con la cabeza:

—¿Qué podemos hacer? –preguntó él.

Costó mucho que admitieran la denuncia. El general era alguien muy conocido en la ciudad, en el estado, en el país… Pero se consiguió.

Mientras, en la habitación del general, el chisme lila dejó escapar una voz marcial, seca y muy seria que dijo:

»¡Sí!

Era la respuesta a la pregunta formulada por el juez. Todo el mundo sintió un escalofrío, algunos reaccionaron con una sonrisa, otros tratando de salir o mirando al techo. María y sus compañeras sonrieron emocionadas. El juez, visiblemente satisfecho y con una sonrisa más amplia que la que tenía antes, ordenó callar moviendo las manos.

—Para que quede constancia. Yo, Alfred Lemon, honorable juez del muy honorable estado de Oregón pregunta al acusado su graduación y su nombre.

Más ruidos en el aparato.

—Lo llamo fantasmineitor –interrumpió Steve, provocando sonrisas en la gente debido al nombre—. Lo que hace es recoger las ondas que…

—¡Cállese! –ordenó el juez— Acusado, conteste.

—General Walter Samuel Lingham. Usted lo dijo.

La respuesta no fue rápida, tardó casi dos minutos en decirla ya que entre cada palabra se escuchaban los ruidos. El juez asentía con la cabeza a cada palabra.

—Cierto –contestó—, pero he de saber si tiene usted consciencia de quién es –miró su reloj—… ¡Huy, qué tarde es! Les seré sincero, como pensé que no sucedería nada, aunque deseaba que sí, y que nos iríamos de aquí pronto prometí a mi hija acompañarla a mirar cosas para la boda. Así que si no les importa la sesión queda suspendida hasta mañana.

—Señoría –gritó Blake—, quiero pedir que se declare juicio nulo ya que nadie leyó sus derechos a mi representado.

—¡Pero es un fantasma! –interrumpió Edward.

—Que como ha quedado demostrado tiene plena consciencia de quién es.

El juez asentía con la cabeza a todo cuanto escuchaba.

—Señor fiscal, ¿se leyeron sus derechos al acusado?

—No –reconoció éste cabizbajo.

—Sea –el juez se levantó del butacón y sentenció solemne—. Al no haberse iniciado este proceso con todas las garantías debidas al señor Lingham. 

—¡General! –interrumpió la caja lila.

—Al «general» Lingham –corrigió el juez—. Declaro este juicio nulo. Así mismo conmino al acusado a interrumpir sus ataques hacia las mujeres y hombres que trabajan en esta residencia. General, ¿ha entendido lo que acabo de decir?

»Sí.

—¡Señoría! –dijo el anciano juez de una manera chulesca.

»Sí, señoría.

—Pues venga. Vámonos, como dicen en España: cada uno a su casa y Dios a la de todos.

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La noticia y las imágenes sobre el juicio al fantasma del general Lingham, uno de los héroes de la guerra de secesión, corrieron como la pólvora gracias a la red. Titulares del tipo «El juicio al fantasma sobreseído.», «Los militares siempre se libran.» o «¿Habrá paz para las empleadas?» se sucedieron por todo el mundo.

María consiguió trabajo en lo que había estudiado, derecho.

Steve B. Rain adquirió mucha popularidad y recibió gran cantidad de ofertas para hacerse con su caja lila para poder hablar con los muertos. Cambió el nombre de su programa, dejó de llamarse «Busca fantasmas» para llamarse Fantasmineitor y aunque tuvo problemas con la Disney se solucionaron rápido.

Dos semanas después del juicio, la tarde del siete de julio, se presentó una patrulla de la policía en la residencia tras ser alertada de un nuevo acoso del general Lingham.


Esta vez le leyeron sus derechos.



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