domingo, 27 de enero de 2013

Pie de Corza ( y 3)



─Pues bien, señor de Haro ─respondió el corcovado de San Juan de Pie de Puerto─; mi hija se ha criado en tierras lejanas y en países extraños, y no profesa religión alguna conocida: juradme que no procuraréis ni directa ni indirectamente catequizarla, ni pronunciaréis delante de ella ningún nombre sagrado ni ningún juramento en el de la divinidad. Vuestro amor la irá poco a poco trayendo a vuestras costumbres y a vuestras creencias, si tal fuere su voluntad y estuviera de Dios que así aconteciese.

   ─Extrañas me parecen a la verdad tal promesa y tal condición; pero yo las acepto, señor don Pan de Oro, en la esperanza de que al fin y al cabo habrá de concluir por pensar en todo como su marido, puesto que yo pienso captarme su voluntad a fuerza de cariño y no por imposición de la mía.

   ─Pues vuestra es, señor don Diego, y lleváosla muy en hora buena con los dos tesoros de su hermosura y de su riqueza. Pie de Corza se llama, y es más ligera que la blanca que doméstica la acompaña; y si una vez la espantáis o la hacéis huir, no la volveréis a alcanzar, por corredores que sean los caballos que montéis y las traíllas de galgos que echéis tras ella.

   Y soltando otra de aquella carcajadas de eco tan inconcebible, y haciendo otro de aquellos gestos que parecían dislocación de la nuca, estrechó Pan de Oro entre las suyas las manos de don Diego, y quedó sancionada la unión de éste con la hermosísima hija de aquel tan deforme padre.

   De cómo don Diego se llevó a su castillo a Pie de Corza, ni de cómo ni quién les casó, ni se toma el trabajo de apuntarlo la tradición, aunque no fuera más que por la buena reputación de cristiano y por la legitimidad de los hijos de que aquel matrimonio resultaran para el enamorado señor de Haro. Ello es que vivía éste con ella algunos años después, más enamorado y más feliz que nunca, en su amurallada villa y dentro de su castillo roquero; y no parecía sino que con su mujer habían venido a él, y sobre él habían caído, todas las venturas de la tierra y todas las bendiciones de Dios. Donde la señora de Haro ponía los ojos, brotaban la luz y el placer, y en nada ponía sus manos que el germen del bienestar y engrandecimiento no se convirtiese.

   Las campiñas daban abundantes cosechas, los pomares lujosos y fragantes frutos, el clima mismo había cambiado con la presencia de aquella maravillosa mujer, desde cuya aparición habían cesado en Haro las enfermedades del cuerpo y los afanes del espíritu de sus vasallos, con la paz, la abundancia y tranquila alegría que la habían, al parecer, acompañado, y que a su antojo y servicio había traído sometidos. El interior del castillo era un trasunto del Paraíso terrenal, antes de que Adán y Eva se apercibiesen de la necesidad de la hoja de parra: tan hermosa se conservaba la maravillosa rubia, a pesar de los tres hijos que ya a su marido le había dado, y tan embebecido se hallaba éste en su perpetua luna de miel. Paseaban y cazaban y visitaban sus dominios en continuas excursiones y correrías; ella, siempre con su corza blanca delante, y él siempre en pos de su infatigable esposa, que ni a pie ni a caballo daba jamás la menor señal de cansancio, y algunas noches de luna llena se la veía sola correr por las montañas a inconcebible velocidad, y saltar con ligereza imponderable velocidad de la corza blanca, el sonido de cuyos cascabeles de oro se oía desde las más increíbles distancias, con un cristalino, vibrante y fascinador tintineo. Su móvil bulto blanco dejaba tras sí sobre la verde hojarasca una especie de estela parecida a la nebulosa de la vía láctea, y su ama parecía que flotaba por ella en aquella estela de vago vapor que tras sí dejaba, como Venus arrastrada por sus palomas sobre la espuma del mar.


   Es verdad que entre las costumbres de aquella encantadora mujer, había algunas que, aunque parecían insignificantes pequeñeces, tenían algo de misteriosas. Se acostaba sola sin doncella que la cuidase, y esperaba a su marido sin luz en el lecho conyugal; daba a luz a sus hijos sola y sin auxilio de médico ni comadre, a quienes no recibía hasta que su recién nacido estaba fuera del seno materno, y ella ya en la cama, abrigada y tranquila, y nunca, en fin, había permitido que doncella la calzara ni que paje la pusiera rodilla en tierra para que apoyara su pie al montar a caballo. Su marido no había visto nunca más que uno de sus chapines, ni había conseguido, por más que lo había intentado, ver ni acariciar sus pies, que, según el chapín visto, debían ser de hurí o de princesa china por su pequeñez, de nácar, marfil u hojas de camelia blanca, según la nívea coloración de la piel de su cuerpo, amasado con azucenas.


   Aquella extraña y bellísima mujer era afectuosísima con su marido, cariñosísima con sus hijos, y con todo el mundo benevolente; la sonrisa dilataba perpetuamente las graciosas comisuras de su rosada boca, sus palabras manaban el consuelo, la persuasión y el contento, y el sonido de su voz penetraba en los oídos como una música lejana que despertaba un eco deliciosísimo en el fondo del cerebro de quien la escuchaba. Su carácter dulce no había tenido jamás el más leve impulso de mal humor, de fastidio ni de arrebato, y había dicho muy bien su padre, al entregarla a don Diego, que «con ella llevaría la dicha a su hogar, en el cual lloverían con ella venturas y bienandanzas». Don Diego era con ella el más feliz de los nacidos; en ella concretada su existencia y compendiado el mundo; y en vano los reyes y los potentados, sus antiguos señores o sus agradecidos obligados, le acosaban con cartas y con mensajes solicitando su vuelta a la sociedad de los hombres. Don Diego se sentía fascinado, subyugado, enamorado, en fin, como un muchacho, de aquella divinidad de alabastro, cuya cabellera parecía hecha con rayos de sol, que el contrahecho y repugnante Pan de Oro le había dado por mujer, con aquella preciosa corza blanca, que nunca de ella se separaba, y que cerca de ella, en su aposento, dormía.


   Una noche despertaron sobresaltados los señores de Haro y de Vizcaya a los espritados gritos que desde su cámara oían en la inmediata, donde una esclava mora y una camarera navarra dormían afectas al servicio de su señora, que nunca de ellas había reclamado ninguno de noche. La navarra, fiada en la esclava, dormía con el sueño pesado de los holgazanes, y la esclava, rendida por larga vigilia, había dejado a una vela prender fuego a un felpo que entre sus dos camas tenían, y desde el cual a las ropas de éstas había comunicado la llama. Saltaron del lecho marido y mujer, sin curarse del decoro y abrigo de sus personas, y sin más afán que el de acudir pronto a donde las voces les anunciaban un riesgo o una desgracia aún no conocidos. Forzó don Diego la puerta del aposento en donde a las dos aturdidas mujeres no se les ocurría más que gritar; comenzando a lanzar al foso por la alta ventana sin reja, los cobertones y las almohadas que llameaban, y el tejido candescente del felpo hecho brasa, extinguieron el fuego, atajaron el peligro, y dejando salir el humo, dejaron reponerse del susto a las casi desnudas muchachas, y volvieron no mejor cubiertos a entrar en su cámara, a la luz de la lámpara que, de manos del que la tenía, había tomado don Diego. Todo ello se había reducido felizmente a una fogata de San Juan; pero olvidaba que su mujer por primera vez de sus nocturnas costumbres, y por primera vez expuesta a sus ojos tan escasa de ropas, se apercibió don Diego de que las formas esculturales de su esposa estaban vaciadas en el molde de Praxíteles pero que su esbelta y torneada pierna derecha no remataba y se apoyaba en un pie humano, sino en una patita blanca de corza, con su pezuñita hendida, igual a las cuatro de la que consigo tenía domesticada.


      Quedó él tan sorprendido como ella contrariada de tan inesperado descubrimiento; pero aceptando sagaz y sin vacilamiento su desfavorable situación, dijo la extraña esposa a su desorientado marido:


   ─¡Pues no hace diez años que sabes cómo me llamo!

   Y esperó su respuesta sonriendo, y sin procurar ocultar su inconcebible defecto a los ojos de don Diego.
   ─Creía hasta hoy ─exclamó éste─ que te lo habían puesto por tu esbeltez y ligereza.
   ─Pues no; fue sin duda un aojo hecho a mi madre, que tenía como yo, y como yo vivía poco menos que enamorada de una corza, de la cual es hija la que conmigo tengo. Nunca pensé revelarte mi deformidad; pero ya que el azar te hace dueño de mi secreto, dime si por mi pie de corza voy a perder el cariño que me tienes, y si destruirá en tu ilusión todas las ventajas de las demás perfecciones de mi hermosura.

   Don Diego contempló unos instantes y tomo en su mano la patita que servía de pie al ser indefinible que por su mujer tenía, y al fin dijo:


   ─De ningún modo: mi amor no verá tu tan extraña imperfección más que como un primor sólo a ti otorgado por la caprichosa naturaleza.


   Y volvieron a acostarse y a apagar la luz, y nadie sabe si volvió don Diego a tomar en cuenta la patita de Pie de Corza, o si, tomándola efectivamente por un primor, pulió su pezuñita y cuidó de su conservación como las acanaladas y rosadas uñas de sus nacarinas manos.


   Don Diego continuó, pues, siendo el marido más feliz de la tierra; pero como nada hay en ella perdurable y sin fin, que por algún bien o por algún mal no sea acarreado, sucedió que un día que andaban por el campo, acometieron unos perros ajenos a la corza que con ellos iba: de cuyo acometimiento resultó instantáneamente lo que sólo en sueños hubiera podido ocurrir a don Diego, y fue: que la corza, enderezándose sobre sus patas traseras, se sirvió de sus dos delanteras y dobles pezuñas agudas como de dos dobles cuchillos, tan rápida y diestramente, que dejó a uno de los dos perros despanzurrado y abierto como un melón pasado, y al otro con tales heridas y tajaduras, que aullando y perdiendo por ellas toda la sangre arterial, fue a dar con su degollado cuerpo en un próximo barranco.


   ─¡Ave María Purísima! ─exclamó don Diego ante tan fenomenal acontecimiento─; pero no bien brotó de sus labios esa santa invocación, exhalando Pie de Corza un hondísimo y lastimero suspiro, partió hacia las montañas, como si el viento la arrebatara, seguida de aquel blanco y graciosísimo animalejo tan esbelto, tan veloz y tan misterioso como ella.


   Lanzó don Diego en su busca corredores y verederos: corrió él mismo sobre su rastro a lomos de un bayo árabe sin par en la carrera: los verederos volvieron despistados, los corredores rendidos, y él tuvo que tornarse a pie desde muy lejos a su fortaleza de Haro, dejando exánime a su reventado corcel, a quien hizo expirar corriendo tras la lejana visión de su mujer y su corza blanca, a quienes creía ver delante de él, pero allá, lejos, cada vez más lejos, destacando sus mirmidónicas y fugitivas siluetas sobre la misma línea del horizonte.»


FIN 

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