sábado, 26 de enero de 2013

Pie de Corza (2)


   ─Pues yo mismo soy en persona; conque entrad, entrad, y como no podéis menos de traer apetito y es ya la hora de hacer mi segunda comida, haremos conocimiento y nos veremos las caras a través de un clarete navarro que parece una esencia de topacios desldos.


   ─Pues echad adelante, porque creo que vuestra hospitalidad me vendrá de perlas.
   ─De perlas y de topacios puede que encontréis aquí un tesoro, según a la buena hora que llegáis; pero aguardad un instante.
   
   Y dando un silbido como el de una serpiente, acudió a él una especie de cíclope seguido de un par de alanos de los Pirineos, a quienes impidió su dueño que se acercaran a don Diego, con dos puntapiés, que por poco no los desquijara. Tomó el jayán las riendas del tordo, y pasando por delante de don Diego, dijo Pan de Oro:

   -Ahora seguidme, y veréis cosas que os diviertan y que os asombren. 
   
   Y echándose a través de los chaparros del camino y de la oscuridad de la noche, comenzaron uno tras otro a repechar la loma por donde, sin duda, se iba a los hornos visibles y a las aún invisibles habitaciones del señor Pan de Oro de San Juan de Pie de Puerto.

   Lleva Pan de Oro a don Diego a través de los antros y las cavernas en que las fraguas estaban establecidas y por entre aquellos tiznados herreros y carboneros, que le parecían los mitológicos Cíclopes de Vulcano: y después de andar por corredores y escaleras abiertas a pico en la viva peña, se metía en una gruta que parecía un depósito de armas y de herramientas, en donde, servidos por un enano y teniendo entre los dos una mesa tan maciza que parece clavada en tierra, se disponen a satisfacer un hambre de muchas horas.


Dos taburetes tan sólidos
como toscos, les sustentan,
y les alumbra una lámpara
que parece de una iglesia,
la cual, a un pezón labrado
de la bóveda suspensa,
alumbra turbia, y su llama
más de lo que alumbra humea.

Todo el servicio es grosero,
de barro, hierro y madera,
los vasos de vidrio, y no hay
ni mantel ni servilletas.
En cambio el pan, aún caliente,
es exquisito; la cena
abundante y sazonada,
y un vino que anima a piedras.

Dos perdices, un solomo
de corzo, con una cesta
de cangrejos con cebolla,
bien cargados de pimienta,
y una empastelada anguila
con medio escriño de peras,
de piscolabis nocturno
forman la lista completa.

El de San Juan era un hombre
de buen diente y ágil lengua;
comía, hablaba y bebía
con satisfacción homérica.
Don Diego le hacía frente
sin deshonra, pero apenas
sí podía no reírse
de su persona grotesca.
Tenía como enterrada
en los hombros la cabeza,
las piernas y brazos largos
y la giba delantera:
así, cuando hacia adelante
inclinar el rostro intenta,
el esternón más saliente
que la barba se le queda;
y aunque el bocado a la boca
muy limpiamente se lleva,
parece siempre que a alguno
que está detrás de él se le echa.

Es bizco; pero hay momentos
en que la vista endereza,
y entonces con su mirada
como la de una culebra,
tenaz, agresiva y fija,
que no solamente pesa,
sino que saca las lágrimas
a quien quiere sostenérsela.

      Y no daba don Diego, por más que hacía, en la manera de entrar al corcovado señor de San Juan de Pie de Puerto para sacarle algo de lo que él necesitaba saber; y en vano trataba de traer a la conversación las fraguas y las carboneras, y su propiedad de la tierra, y la ignorancia en que siempre había estado de que tales faenas y tales trabajadores se hicieran y se ocuparan en aquellos riscos; el jorobado Pan de Oro era una anguila escurridiza, que no caía en red ni en anzuelo, y solo respondía: «todo será vuestro, todo vuestro», interrumpiendo una serie de historias de tesoros y de cacerías de herederas ricas y de corzas blancas, entre todo lo cual andaba una mujer, que ni él determinaba ni don Diego comprendía quién fuese; pero que quedaba en la imaginación de éste como una aparición semi divina dentro de un marco de cabezas de jabalíes y de venados, de leña cortada y de piñas a medio quemar, y de caras tostadas de cíclopes y carboneros, que se reían de él, abriendo unas bocas como las cuevas en donde al llegar les había visto. Todo ello era, sin duda, el efecto del poder espirituoso de aquel vino atopaciado que bebían, y aquel humo atufador que respiraban, y a los cuales don Diego no había tenido tiempo de acostumbrarse. Ello es que él tuvo que acostarse sin saber nada de lo que allí pasaba, un poco amoscado por la mala posición en que le colocaban el mareo que le aturdía y la sospecha que le escarbaba de que el señor de Pie de Puerto, si no se burlaba de él, le llevaba las noventa y nueve ventajas y lo tenía a su merced.

   En cuanto amaneció se despertó, y hallóse en una retonda abierta en la peña viva, en un lecho de pieles, y rodeado de armas de todas las especies. Levantóse asomándose a un boquete que servía de ventana, vio el arranque del monte, las fraguas, los humeantes montones en los cuales el carbón se quemaba, los mil senderos que a la montaña subían, y los mil arroyuelos que por el monte se despeñaban. Despertaron con él sus instintos de cazador, y asiendo de una ballesta y colgándose del cinturón un haz de dardos, echó por el caracol que da a la entrada de aquella especie de madriguera. Bajó el cercado, y desatando un par de lebreles de una excelente jauría, comenzó a internarse en la montaña, acompañado de aquel hermoso par de animales, que atraillados le seguían como si fuese su propio dueño.

   Ya estaba en lo más espeso del monte, por cuya maleza hacía largo rato que vagaba, y ni había visto ni sentido pieza chica ni grande, ni los perros habían venteado rastro, ni el sendero por donde le conducían le parecía muy agreste, puesto que serpenteaba muy trillado y desenyerbado por los flancos de los peñascos y precipicios. De repente husmearon los perros, y exhalando un casi imperceptible aullido, sin dejar de ventear, se plantaron, esperando con visibles muestras de impaciencia a que don Diego les desentraillara. Desligó don Diego la traílla de cuero por las anillas de sus collares, y al partir los perros saltó de entre la maleza una corza blanca que se detuvo un instante a mirarlos, como si no los temiera, antes de emprender su carrera, no por la espesura para salvarse, sino por el sendero para hacerse ver y seguir por ellos.

   Arrancaron tras ella los lebreles, avanzando a brincos y ladrando bulliciosos, lo cual hizo a don Diego exclamar: ¡Qué estúpidos animales!, y formar en sus adentros menguada opinión del cazador que los había amaestrado y del dueño que los poseía, no obstante lo cual corrió también para ver si podía coger viva o tirar a la blanca corza.

   Allá arriba, por un recodo del sendero, volvió a ver un instante a los perros ya casi apareados con la corza, pero todavía ladrando alegres como si en vez de perseguirla retozaran con ella. Siguió y siguió el rastro y los ladridos, y al dar vuelta a un peñón profusamente colgado de líquenes y de yedras, y en una plazoleta cercada de olorosas madreselvas, dio de manos a boca con la más extraña y hermosa criatura que recordó haber visto jamás, a cuyos pies jadeaban tendidos los dos lebreles,  y tras de quien le contemplaba la corza con aquellos dos hermosísimos ojos, aquella cola inquieta y aquel escorzo, que caracterizaba aquellos graciosísimo animales. La mujer, cuya riquísima cabellera, rubia como las espigas, recogida en dos gruesas trenzas, rodeaba su cabeza como una corona de oro, y cuyo traje algo oriental dejaba descubiertos su blanquísimo cuello, ceñido con un collar de topacios, y sus brazos esculturales, adornados con ajorcas de perlas, más que criatura humana pareció a don Diego una deidad no clasificada aún en ninguna de las mitologías soñadas por la humanidad en su afán instintivo de penetrar en lo impenetrable, de sondar lo infinito y de asomarse a la región inabordable de la suprema e incomprensible divinidad: y aquella mujer, que apenas representaba veinte años, sentada en un ribazo se sonreía fascinadora, mientras don Diego la contemplaba en un embeleso del cual no hubiera sabido salir a no haberle ella sacado de el con estas palabras: «Bien venido seáis, señor don Diego, a esta vuestra montaña, en la cual mi padre y yo nos hemos permitido venir a veranear y labraros una gruta que habito yo, y que os ruego me acompañéis a visitar y daros de ella posesión como de hacienda vuestra, donde mi padre y yo no somos más que intrusos, y yo servidora vuestra si no se os antoja tomarme por vuestra esclava como adherida a vuestro terruño.»

   Don Diego, que más que al sentido de sus palabras atendía al acento musical de aquella voz, que más que de garganta de mujer, de instrumento tan melodioso como desconocido salía, no supo qué contestarla; hasta que ella, levantándose y pasando su brazo izquierdo por bajo el derecho del absorto caballero, se lo llevó a través de un fragante y chaparroso enebral, precedida de la blanca corza que delante de ellos iba chospando, y seguida de los lebreles que husmeaban con delicia las emanaciones vitales de que su flotante ropaje dejaba impregnado el ambiente.

   Ni la tradición revela las maravillas que en su gruta hizo ver a don Diego aquella maravillosa criatura, ni lo que en ella se dijeron: pero sí indica las consecuencias de aquel venturoso encuentro, que fueron quedarse don Diego más de dos semanas en aquella rumorosa y humeante montaña, concluyendo por pedir a Pan de Oro la mano de su hija, que no era otra que la desconocida y selvática deidad con quien topó don Diego, dotándola con la cesión de aquel territorio, del cual su padre parecía haberse apoderado sin más razón que la de tener aquella hija que allí había querido venir, o la audacia y desvergüenza suficientes para apoderarse de lo ajeno fiado tal vez en su ignorado poderío, o en la previsión de lo que infaliblemente iba a suceder en cuanto con su encantadora hija tropezase el enamorado don Diego. A la demanda del noble y opulento señor de Haro, respondió Pan de Oro, después de soltar una carcajada, que se le figuró a don Diego que había resonado repetida por todos los ecos de aquellas cavernas, y después de uno de aquellos gestos en que parecía que le arrancaban hacia atrás del corcovado esternón la biza y enmelenada cabeza.

   ─Mi hija, señor don Diego, es vuestra con todo el tesoro de sus perlas y sus topacios, que valen más que los terrenos en que la dotáis; yo no he puesto jamás coto a su voluntad, y si ella os quiere por marido, yo me daré por muy satisfecho de que sea vuestra mujer. Su madre era un hada benéfica de quien heredó las gracias, y con ella llevaréis la dicha a vuestro hogar, en el cual lloverán con ella venturas y bienandanzas. Una sola condición tenéis que aceptar y una promesa que hacernos, a ella y a mí, antes de llevárosla a vuestro castillo de Haro, como a un genio tutelar de vuestros lares.

   ─Dad por hecha la promesa y por aceptada la condición, señor Pan de Oro ─dijo don Diego─ y decídmelas para poderlas cumplir.


Continúa

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